Sobre la obra de Aydé López
por Andrea Badillo Sariñana
Unos niños están cumpliendo años. Obviamente es enero. Son gemelos. Se ve una cortina azul y no sé si
eso sea una ventana, o el mundo, no sé, o si es parte de la habitación o de la casa, a menos que la casa se haya roto. Hay un adolescente que su espíritu, o no sé cómo distinguirlo, tiene una especie de reflejo. Cuando el niño sopló, su espíritu se salió y tal vez ahorita vuelva a entrar. No sé si esas personas en los caballos son Melchor, Gaspar y Baltazar, es por ellos que creo que es enero.
No sé si igualmente es el cumpleaños del espíritu que también está soplando, pero está soplando muy raro…
Conversación entre Marcos (9 años) y Daniel (11 años)
al ver fotografías y detalles de la obra pictórica
Dos realidades que se mueven II de Aydé López
Aydé López, Dos realidades que se mueven II, acrílico sobre tela, 80x100cm, 2024
La obra de Aydé López aparenta ser una escena cotidiana: dos niños frente a un pastel en medio de una celebración. Sin embargo, al observar más allá de lo evidente, emergen elementos visuales y texturas que rompen con la simplicidad inicial, invitando a explorar la subjetividad de lo figurativo. Marcos y Daniel perciben esta profundidad: no ven solo una imagen estática, sino una narración en movimiento, donde los signos duros y blandos se entrelazan, abriendo espacio a interpretaciones diversas, según el contexto personal del espectador.
Las figuras retóricas en el arte plástico pueden ser difíciles de identificar a primera vista, sin embargo su presencia potencia el significado de la obra. En este caso, el pastel opera como un símbolo denotativo de celebración, pero también connota el paso del tiempo, el deseo y la fugacidad de la infancia. Las velas, tratadas pictóricamente como metonimias del tiempo, refuerzan esta idea.
Me parece que el pastel y sus velas son el protagonista de esta pieza. Entendiéndolo así, ¿podríamos entonces denominarlo ícono, y por su ausencia, presenciamos un aniconismo?1 La elipsis icónica, plástica y cromática se manifiesta en la ausencia de detalles específicos, donde el pastel y las velas parecen fusionarse con la luz, dando paso de la representación pictórica a la expresión, como lo marca Julian Bell.2
Esta representación del pastel actúa como una antonomasia al sustituir sus elementos distintivos —betún, velas y fuego— por una mancha que fusiona luz, color y textura. Esta estrategia elimina los detalles específicos, transformando la ausencia en una presencia significativa. El espectador es invitado a completar mentalmente la imagen, destacando así la importancia visual y semántica de estos elementos en la estructura sintáctica de la obra.
Aunque el signo plástico que evoca un pastel con velas es esencial para las interpretaciones, los jinetes adquieren relevancia a través de su semiosis. Según el contexto del espectador, pueden representar una antítesis entre lo infantil y lo simbólico, lo real y lo imaginario. Asimismo, su presencia puede entenderse como un oxímoron al unir lo efímero del festejo con la continuidad del tiempo.
La disposición de tres caballos en un lado y uno aislado en el otro crea un paralelismo visual, sugiriendo una procesión rítmica e inevitable del tiempo. Por otro lado, desde la perspectiva inocente de los niños, los tres caballos evocan sus creencias culturales y religiosas, aludiendo a la figura de tres sacerdotes que rinden homenaje con regalos de valor simbólico: oro, incienso y mirra.
La disposición de los caballos se posiciona como un elemento central en la narrativa visual, funcionando como un recurso retardante que invita a una contemplación prolongada de la obra. Su posición flotante, en tonos desaturados y con un valor tonal cercano a los elementos que los rodean, los transforma en representaciones del paso del tiempo. La línea blanca que perfila al jinete sobre la camiseta del niño de la derecha refuerza su visibilidad, en contraste con la luminosidad general de la pieza. Este jinete galopa hacia un vacío oscuro. En este sentido, los jinetes, dialogan entre signos blandos y duros, que podrían funcionar como símbolos del ciclo de la vida, como reflejos personales del deseo o temor del paso del tiempo, o representaciones metafóricas de los regalos que marcan el ritual del cumpleaños, fusionando lo cultural con lo íntimo.
Según Julian Bell, el color en la pintura refleja y extiende el mundo emocional del artista.3 La autora utiliza una paleta cromática básica pero rica en valores tonales: los colores primarios de la síntesis aditiva, rojo, verde y azul. Estos colores son suavizados, aclarados y en ocasiones rozan con lo desaturado. Este uso del color puede leerse como una figura de oxímoron visual, donde la vivacidad asociada a la escena y sus colores primarios es contrarrestada por su apagamiento del croma.
Los tonos azules desaturados del fondo sugieren un paisaje ambiguo que puede leerse como cielo, montaña o, como lo interpretaron los niños, una casa rota. Esta ambigüedad espacial y cromática potencia la incertidumbre, fusionando lo figurativo con lo abstracto y dejando abierta la interpretación. La convivencia de ambos lenguajes visuales refuerza la dualidad de la escena entre lo concreto y lo intangible.
Los gestos de los personajes crean una tensión visual y conceptual significativa. El niño de la izquierda, con los brazos levantados y un soplido enérgico, genera una hipérbole que transmite dinamismo y espontaneidad. En contraste, el niño de la derecha adopta una postura serena, casi estática, sugiriendo introspección. Esta dualidad entre lo impulsivo y lo contemplativo plantea una metáfora del contraste entre vivir intensamente el presente o reflexionar sobre el futuro.
Los comentarios de Marcos y Daniel resaltan la tensión en la representación extendida del personaje: "Tal vez ahorita vuelve a entrar... el espíritu está soplando muy raro”. Su observación evidencia cómo perciben la coexistencia de lo visible e intangible del cuerpo y el espíritu.
Esta percepción se ve reforzada por la repetición icónica en la figura delineada del niño. La duplicación en trazos claros genera un ritmo visual que sugiere movimiento y temporalidad, funcionando como una isotopía que comparte campo semántico con el personaje principal. Este recurso no sólo enfatiza el paso del tiempo mediante el reflejo y la proyección, sino que, desde la mirada infantil, se traduce en la idea de un espíritu que se desprende tras un soplido enérgico.
Dos realidades que se mueven II trasciende la apariencia inicial de una celebración infantil para adentrarse en un diálogo sobre el cuestionamiento del tiempo. Cada elemento pictórico se convierte en un símbolo dinámico que invita al espectador a reflexionar más allá de lo evidente. De esta manera, López logra integrar signos duros y blandos en una narrativa visual que, aunque accesible, es evocadora, situándonos en lo simbólico de lo cotidiano.
En última instancia, la obra nos recuerda que las escenas más simples están cargadas de significados complejos. Soplar las velas no es solo un acto de celebración, sino una metáfora de la vida: apagar una llama es también encender una nueva reflexión sobre nuestra relación con el tiempo, el pasado y el futuro.
1 Freedberg, David. 2009. El poder de las imágenes: estudios sobre la historia y la teoría de la respuesta.
2 Bell, Julian. 2001. ¿Qué es la pintura? España: Galaxia Gutenberg.
3 Bell, Julian. 2001. ¿Qué es la pintura? España: Galaxia Gutenberg.
REFERENCIAS
Acha, Juan. 1992. “La obra de arte y sus posibilidades” en Crítica del arte, 43, 44, 101.
México: Trillas.
Arnold, Dana. 2019. Entender El Arte. Traducido por Belén Herrero López. Barcelona:
Gustavo Gili Editorial S.A.
Bell, Julian. 2001. ¿Qué es la pintura? España: Galaxia Gutenberg.
Carrere, Alberto, José Sáborit José. 2000. Retórica de la pintura. España: Cátedra.
Freedberg, David. 2009. El poder de las imágenes: estudios sobre la historia y la teoría de
la respuesta. España: Cátedra.
Morris, Charles. 1985. Fundamentos de la teoría de los signos. Paidós.
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