Sobre la obra de Ezequiel Flores
Por Salvador Banda Meléndez
Como integrantes del taller tenemos la fortuna de presenciar primicias de obras, gozamos y pecamos del sobre entendimiento de las piezas a partir de la convivencia entre compañeros. Dichos encuentros dejan ver parte de las búsquedas y experimentaciones de cada uno de nosotros como tertulios. Dentro de este espacio para el diálogo se perciben las obras en un estado transitorio, entre una idea materializada y un resultado presentable para un sistema cultural afín a nuestros intereses, las piezas suelen encontrarse en disputa por la mirada entre el mobiliario, la infraestructura y la iluminación del aula. La instalación en el arte contemporáneo tiene suele tener como propósito el ser situada, jugar con el espacio y partir de ello generar una experiencia inmersiva cosa que complejiza la lectura al momento de adaptarnos a un espacio que no es expositivo.
El primer acercamiento con la obra de Ezequiel es desde el olfato antes que la vista, sin embargo, priorizo mi lectura en el fragmento de la obra que se encuentra suspendida. Las piezas de tela teñidas, sobrepuestas sobre un fondo de yute oscuro, invitan a una mirada que desde mi pareidolia intenta resolver sus formas, donde las manchas, veladuras y siluetas guardan equilibrio sin caer en simetría perfecta. El color oscuro del fondo que contrasta con los tonos rosados, rojos y morados junto con la textura del yute despiertan en mi imaginación una especie de radiografía al interior del cuerpo mismo. Hay algo orgánico, casi visceral, en esas formas. Me remiten a órganos, pero también a criaturas que asemejan insectos y podrían ser tanto micro cósmicas como elementos alienígenas.
Respecto a lo matérico, la textura áspera pero flexible del yute provoca una sensación táctil, que habla desde su desgaste y las historias que no vemos, pero intuimos, del uso previo en procesos agrícolas para el que fueron creados los sacos así como de los mismos procesos de compostaje y reciclaje presentes en la obra de Ezequiel.
La segunda parte de la instalación provoca otra sensación complementaria, la circularidad como una invitación a pensar en lo ritual. El uso de materiales como café, tierra y canela activa no solo la vista, sino también la memoria olfativa. Al no ser una persona que consuma café, no podría hablar desde el recuerdo hogareño sin embargo soy consciente también de las implicaciones ceremonial de estos elementos. Las siete siluetas dispuestas en círculo parecen remitir a un ciclo natural, la repetición de lo que pudiera ser una semana, tras otra, tras otra. La repetición provoca un tiempo suspendido que invita a mirar más tiempo, a oler, y a preguntarse.
Lo que Shklovski llamaría extrañamiento está presente de forma directa en la elección de materiales y en el tratamiento de las superficies pictóricas. Todo está en estado de transición. La tierra está dispuesta, pero no contenida, la tela no es un rectángulo perfecto ni está tensada, los colores no solidifican las figuras, pero sí las sugieren, no hay linealidad, no hay principio ni fin, es un estado liminal. La materialidad por su parte está cargada de sentidos. Todos son elementos que podrían considerarse cotidianos, pero en este contexto se connotan, pueden remitir al trabajo, al cuerpo, a lo efímero, al reciclaje, e incluso lo ancestral.
En toda la instalación no hay un mensaje directo, sino una invitación a que cada quien decodifique desde su propia experiencia, una percepción desde lo inconsciente.
Desde el marco teórico sugerido, la obra se puede abordar desde dos enfoques, primero, desde Viktor Shklovski, quien propone que el arte tiene como función esencial la de hacer la percepción más profunda. En este caso, la obra cumple con esa función pues obliga al espectador a detenerse, a mirar de nuevo y revisar sus formas de ver, estrategias que rompen con la automatización de la que somos cómplices cuando solo consumimos imágenes. La experiencia sensorial que propone Ezequiel, vista, olfato, tacto imaginado son recursos que lo impulsan.
Referente a la estética relacional de Bourriaud podría aportar una mirada más amplia en cuanto a las condiciones socioculturales. Si bien no hay una interacción directa con la pieza presentada ni durante el proceso, sí hay un imaginario colectivo vinculado al trabajo manual, lo rural y lo ancestral. La tierra, el carbón y el café son elementos con alta carga simbólica, desde los procesos coloniales que impulsaron economías del norte global hasta las disputas territoriales en la actualidad. La manera en que Ezequiel reutiliza sus propios soportes le añade una dimensión crítica respecto al consumo y la producción en el arte contemporáneo. Hay una decisión política en trabajar con lo que ya ha sido usado, en reconfigurar residuos, en dignificar lo descartado no solo en la composición matérica sino también en el propio proceso creativo.
Desde una perspectiva occidental, estos biomorfismos me hacen pensar en los esfuerzos por conectar con la naturaleza, desde los ritmos orgánicos y su funcionalidad para crear atmósferas en artistas como Jean Arp, Gaudí o Hilma Afklint sin embargo desde una perspectiva decolonial estos gestos pictóricos guardan mayor similitud con una tradición textil traducida al pensamiento pictórico. No busca explicar ni representar una idea, sino activar una experiencia. La lógica de la propuesta es conceptual pero también afectiva y relacional, aunque tenga rasgos de ambos aparatos críticos propuestos, clasificarla en alguno sería constreñirla, pues la ambigüedad y su capacidad para sugerir son elementos clave en la obra.
Pensar las representaciones culturales identitarias en un sistema del arte actual es también adquirir consciencia de las implicaciones que esta pueda tener. A mi mente viene un ejercicio expandido similar al propuesto por Ezequiel. En 1996, Montien Boonma presenta Casa de la Esperanza, obra que actualmente forma parte de la colección del Museo de Arte Moderno de Nueva York, la instalación retoma elementos Budistas y los vuelve "universales", los críticos han elogiado la obra por generar una espiritualización del arte libre de doctrina, una idea que pudiera parecer atractiva, pero corre el riesgo de banalizar las religiones o espiritualidades vividas, usándolas como recursos atmosféricos o afectivos sin compromiso real.
Otra situación que me viene a la mente en un contexto local, Ahmed Umar presento en el Museo Universitario de El Chopo La verdad no es un escándalo bajo la curaduría de Miguel López, con una serie de registros performáticos pretende dar una visibilidad queer, desde Sudán, un lugar que cultural y geopolíticamente está marginalizado. Gustavo A. Cruz Cerna en su texto homónimo a la exposición para la revista cubo blanco, hace una analogía retomando Hija de sangre de Octavia. Butler donde humanos conviven con extraterrestres que los utilizan como huéspedes para reproducirse, a cambio de cuidado y protección. Esta relación simbiótica la plantea como metáfora del alquiler simbólico que los creadores desde la disidencia pagan con identidad.
En ambos casos es pertinente preguntarnos, si es realmente posible una neutralidad cultural en el contexto del arte global y del cubo blanco, o esta inclusión es una ilusión que beneficia a un sistema curatorial internacional exotiza. Como artistas, en lugar de rechazar por completo los circuitos del arte, podemos usarlos estratégicamente para subvertir las expectativas del espectador hegemónico, creando obras que no solo representen nuestro interés local, sino que surgen de relaciones concretas, saberes colectivos y lenguajes situados. Al mismo tiempo que es fundamental fomentar espacios de validación alternativos, construidos desde redes afectivas, que no dependan del reconocimiento del Norte global.
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